El Arte Callejero

La calle ha muerto y ha vuelto a la vida como un zombi. En Paris, Londres o Madrid, las vitales arterias de posguerra han dado paso a las calles genéricas de adoquín de gran formato y alcorque con cuatro cyperus y revoltijo de gramíneas neoliberales. Edificios, sólidos platónicos, de cristal o de prefabricado repetido hasta la náusea. Asépticas, en las calles zombi no se ven niños, ni hay mierdas de perro (los salchicha, claro, no cagan).

Repletas de maletas de 55 x 40 x 20, las calles están a la vez vacías de arte callejero y llenas de arte urbano (limpio y pasmado). La marabunta vacacionista está sedienta de la falsa identidad, esa que se vende en los parques temáticos europeos. Los últimos ejemplos de arte callejero que se han salvado del bulldozer son ahora patrimonio. Selfie con los grafitis del muro de Berlín, café de enterado y al apartamento.

Mientras tanto, el plastificado Muelle de Montera llora que en la calle ya no hay putas, solo perfiles de OnlyFans. En la ciudad homogénea apenas quedan llaveritos con bandera, toro y la Santa María. Ahora solo se venden KAWS, tanto en la Villa de Madrid como en las ciudades-desierto. Las Vegas, la madre. Dubái, su hija, nacida muerta.

Poco queda de la vida en la vida frente a la pantalla. En el letárgico mundo feliz, nadie tiene miedo. ¿Dónde están los yonquis, los pelleros, los raperos y grafiteros – que pintan rabos en el metro y nos recuerdan que Madrid es Zona Bruta? Ahora exponen en una caja de paredes blancas. La lucha se ha convertido en mercancía, y los artistas clandestinos en profesionales. Los proles se matan por followers, mientras, el Bansky se parte el culo. Nadie escapa de la máquina que promete hacer dinero y te roba de ti mismo.

La felicidad, por fin alcanzada, no da para grandes rapeos. Eso seguro.